Escurzón: Culebra de agua de tamaño recatado y de tacto insospechado. Frío y lejano, como desterrado, inofensivo, temido y acosado. Se desliza sobre la tierra sin apenas rozarla y a velocidad de vértigo, como si le quedara aire para un solo segundo, y bajo el agua es todo armonía.
Se alimenta de todo tipo de insectos despistados y le encantan las pipas y los quesitos de bola, toma el sol boca abajo y duerme mientras hace la digestión, a veces semanas enteras, a veces no más de treinta segundos, dependiendo de la pieza cobrada.
Antiguamente se le consideraba un animal casi sagrado, tanto que se trazaron las sendas a imagen y semejanza de sus andares, escurzoneando las montañas de pueblo a pueblo para despistar a las águilas culebreras, entonces escurzoneras, evitando así su fatídica extinción.
Cuenta la leyenda que los escurzones podían alcanzar una longitud igual a la profundidad del pozo en el que vivían, llegando incluso a superar los cincuenta metros de eslora en los tiempos de María Castaña, mucho antes de que los pozos se empezaran a enrunar, momento en el que la evolución editó su edición de bolsillo para reducirlos a su tamaño actual, no más de cincuenta centímetros de cabo a rabo.
Como grupo musical “los escurzones” no pasaron de una fama casi endémica, con la única excepción de Iriberri, un pequeño pueblo navarro de menos de 10 habitantes, muy cercano a la Selva de Irati, al que iban a tocar todos los veranos y donde se comen los chuletones más grandes que yo haya visto. Con la típica formación blusera (guitarra, bajo y batería) sus componentes eran: José Andamio “el culebrilla”, Condomino “el anacondo” y Segisprieto “la cobra”, tres baturros con cara de pocos amigos y con una tripa en la que cabía una sandía de 15 kilos sin tocar aro. Sacaron dos discos: “Corre, corre, que me ahogo” y “Fanáticos de la hibernación”, dos obras maestras según sus autores y dos obras desconocidas según el resto del mundo. A día de hoy no queda ningún ejemplar “y casi mejor” nos recalca Segisprieto, único superviviente del grupo.
Como equipo de fútbol, “los escurzones” no llegaron a jugar ningún partido oficial, ni siquiera suboficial, pero verles entrenar era una auténtica gozada, un verdadero privilegio y un inequívoco milagro, pues casi siempre coincidía el entreno con la partidica de guiñote y, amigo, lo primero es lo primero y de lo segundo nunca se acuerda nadie.
Como coche deportivo el Escurzón hizo verdaderos estragos, sobre todo al nivel de vallado de campos y señalizaciones varias. “Es como si tuviera un imán, no se deja una” sentenció la revista “Carros y Carretas” CyC para sus lectores más cursis. No pasó de prototipo pero en sus dos sesiones de prueba llegó a acumular más de trescientos mil euros en desperfectos y más de dos millones en indemnizaciones.
Y para finalizar no quisiera despedirme sin ese guiño que el poeta lanzó para aquel que lo quiera entender:
¡Ay, escurzón, escurzón!
Quién pudiera, ¡quién!
¡Ay, escurzón, escurzón!
Quién supiera, ¡quién!
Ahí queda eso.
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