lunes, 21 de marzo de 2011

LOS POZOS DE LA MEMORIA

Valgan estas palabras como homenaje a mi pueblo, Fuentes de Ayódar, y a esa gente que forma parte de mí tanto como mi respiración o mi pulso. Los recuerdos son espacios conquistados del alma, fragmentos exclusivos de la existencia, momentos imborrables que un día, como yo, desaparecerán para siempre y, la verdad, no estoy por la labor.

sábado, 12 de marzo de 2011

LOS POZOS DE LA JARICA

Los pozos de la Jarica se aparecen en mi memoria sobre las ruedas de mi Orbea, una bici sin frenos ni guardabarros, de un verde amarillento imposible de camuflar. Miguel Ángel y Víctor eran mis compañeros de descenso de terraplén a lo loco, un corto no camino desde la carretera hasta el primer pozo, hay dos, con un desnivel del 50%... de media.
Fue ahí donde aprendía a tirarme de cabeza y aún recuerdo el sitio exacto de mi primer lanzamiento, tras el cual todos nos dimos cuenta de que ya no me daba tiempo para triunfar en Sidney 2000, a pesar de que aún no habíamos llegado a 1984.
La vuelta era de lo más curioso: Cuando escuchábamos al autobús subiendo de Ayódar, en aquel entonces pitaban, y mucho, en cada curva, subíamos a toda prisa y monte a través hasta la carretera, cogíamos las bicicletas anteriormente escondidas en un bancal y nos poníamos a empujarla cuesta arriba, visiblemente agotados, cuando, oh casualidad, el autobús paraba a nuestro lado.
El conductor era Eugenio (Gil) y el cobrador Miguel (Bonachi), ambos encantadores y uno de ellos con una mala ostia digna de resaltar. Al abrirse las puertas Miguel, que siempre nos llamaba “nens”, nos invitaba a subir las bicis al bus y acercarnos hasta el pueblo con la excusa del insoportable calor del pleno Agosto. Desde luego que era una proposición que no podíamos rechazar.
Gente como Eugenio y Miguel le ponen cara a los que se terminan recordando como buenas personas.

martes, 8 de marzo de 2011

EL POZO DE LA CANTARERA

Quizás para llegar a leer estas palabras con la mirada de quien logra ver sin poder mirar sea necesario haber aprendido a nadar en él. Cuando tienes dos años o poco más, o algo menos, la sensación es de estar en el lago de la cantarera y no el pozo. Tu padre, iluminado con la sonrisa que tan sólo un hijo te puede dibujar, te da las instrucciones precisas para aprender a nadar estilo renacuajo, justo lo que eres a tan temprana edad, cuando las hojas de caña se transforman en barcos de vela, o mejor de chimenea central. La dificultad radicaba en que no volcaran, bueno, por lo menos hasta que una piedra certera les diera de pleno.
El pozo de la cantarera y el de la olla, que está justo debajo, se comunican a través de los rápidos más pequeños del mundo. Justo al principio de los mismos hay una piedra que parece estar puesta allí adrede para sentarte y escuchar. Era el sitio preferido de mi padre, allí se sentaba para su ritual de lavarse los pies, primero uno y después el otro, para posteriormente, con ese cariño del que sabe que no tendrá otros que cuidar, secarlos con su toalla y sin mi prisa, tranquilamente, para enfundarse sus calcetines (nunca anduvo sin ellos que yo viera) y ese modelo de zapatillas que sólo un padre se atreve a usar sin rubor alguno. Hoy en día ese es mi lugar favorito de todo el pueblo y no tomo ninguna decisión importante sin escuchar antes todos y cada uno de los diferentes sonidos del agua que acompañan al tiempo detenido.
En el pozo de la cantarera aprendí muchas de las cosas importantes que necesita un niño para ser feliz; además de a nadar y bucear a la búsqueda de las mejores piedras para hacerlas botar en el agua, merece la pena resaltar la caza de renacuajos, el salto estilo bomba o el modesto y tierno arte de esquichar a todo quisqui. Aprendí a no marear a mi madre cuando tomaba el sol con sus amigas y a escuchar las dos de la tarde en el campanario, momento en el que había que salir corriendo para casa a la más que sagrada hora de comer.
Nunca he entendido por qué los renacuajos se cazan y no se pescan pero bueno, tampoco es necesario entenderlo todo, como por ejemplo por qué nadar te arruga o qué le pasa a la cola del renacuajo cuando se convierte en rana; ¿se les cae, se la comen, se les cae y se la comen? Cuando vuelvo a la cantarera sigo viendo a aquel niño con zapatillas de agua color carne que cogía canicabas para su tirachinas de globo y comía moras en agosto para parar un tren.
Luego construyeron el embalse y todo cambió, y desde entonces nada dejó de cambiar y nunca ya nada fue siempre lo mismo.

EL POZO PEREJIL

El pozo perejil le debe su nombre a las plantas de romero que se crían en su margen derecha… y a algún gracioso. Éste era el pozo de los mayores, estamos hablando entre 12 y 14 años, y a las horas del bronceado, de las chicas de bastante más.
En el pozo perejil se tiraba uno de cabeza desde sitios que hoy en día debe estar penado por ley como intento de suicidio. Las cosas han cambiado mucho, antes eran más bruticos pero más nobles. Esta frase se ha dicho siempre, generación tras generación;  no me quiero imaginar lo bruticos que eran hace cuatrocientos años y lo nobles hace mil. Con esta progresión regresiva de nobleza y brutalidad hasta el mismísimo Alejandro Magno bien pudiera haber sido hijo de Fuentes, incluso Atila, cada uno en su especialidad, claro.
Corren varias leyendas sobre el pozo perejil pero la única que es cierta es que allí era justo donde tomaban el sol las tías más buenas de Fuentes. Personalmente siempre he preferido las de la cantarera; una chica, si te gusta, te gusta más en la cantarera que en el perejil, dónde va a parar, aunque eso va por gustos, como casi todo.
En sus buenos tiempos dicen que el pozo cubría bastante y en los míos cubría cada año menos, o quizás era yo.

EL POZO NEGRO

El pozo negro es el lugar más bello que existe sobre la faz de la Tierra y creo que exagero… pero como dicen por aquí: “Cada uno a lo suyo”.
Su único defecto, desde la ignorancia de cualquier entusiasmado, es que resulta demasiado accesible, lo que dispara su vulnerabilidad a niveles por desgracia sospechados, sobre todo en verano, el único momento en el que se puede disfrutar de su agua ¿fresca? Bueno, todo es subjetivo.
Recuerdo la primera vez que fui: Fue con mi padre y dos de sus primos, Domingo y Vicente, de la familia de los Tomasicos. Ellos se habían criado de pequeños en el pueblo y corrían sobre las piedras con los pies descalzos y las piernas ligeras, tanto que se dedicaron a correr por la pared rozando la horizontalidad hasta el punto de lanzarse de cabeza casi en el chorrador. Y así una vez tras otra. Bien es cierto que había un par de forasteras de muy buen ver y que cada uno se luce como quiere y puede.
El pozo negro es tan especial que siempre me ha requerido en las despedidas definitivas. Su agua limpia sin borrar y su temperatura es siempre la adecuada para darte cuenta de que aún sigues vivo.
El pozo negro es irrepetible, como cada uno de nosotros.