martes, 8 de marzo de 2011

EL POZO DE LA CANTARERA

Quizás para llegar a leer estas palabras con la mirada de quien logra ver sin poder mirar sea necesario haber aprendido a nadar en él. Cuando tienes dos años o poco más, o algo menos, la sensación es de estar en el lago de la cantarera y no el pozo. Tu padre, iluminado con la sonrisa que tan sólo un hijo te puede dibujar, te da las instrucciones precisas para aprender a nadar estilo renacuajo, justo lo que eres a tan temprana edad, cuando las hojas de caña se transforman en barcos de vela, o mejor de chimenea central. La dificultad radicaba en que no volcaran, bueno, por lo menos hasta que una piedra certera les diera de pleno.
El pozo de la cantarera y el de la olla, que está justo debajo, se comunican a través de los rápidos más pequeños del mundo. Justo al principio de los mismos hay una piedra que parece estar puesta allí adrede para sentarte y escuchar. Era el sitio preferido de mi padre, allí se sentaba para su ritual de lavarse los pies, primero uno y después el otro, para posteriormente, con ese cariño del que sabe que no tendrá otros que cuidar, secarlos con su toalla y sin mi prisa, tranquilamente, para enfundarse sus calcetines (nunca anduvo sin ellos que yo viera) y ese modelo de zapatillas que sólo un padre se atreve a usar sin rubor alguno. Hoy en día ese es mi lugar favorito de todo el pueblo y no tomo ninguna decisión importante sin escuchar antes todos y cada uno de los diferentes sonidos del agua que acompañan al tiempo detenido.
En el pozo de la cantarera aprendí muchas de las cosas importantes que necesita un niño para ser feliz; además de a nadar y bucear a la búsqueda de las mejores piedras para hacerlas botar en el agua, merece la pena resaltar la caza de renacuajos, el salto estilo bomba o el modesto y tierno arte de esquichar a todo quisqui. Aprendí a no marear a mi madre cuando tomaba el sol con sus amigas y a escuchar las dos de la tarde en el campanario, momento en el que había que salir corriendo para casa a la más que sagrada hora de comer.
Nunca he entendido por qué los renacuajos se cazan y no se pescan pero bueno, tampoco es necesario entenderlo todo, como por ejemplo por qué nadar te arruga o qué le pasa a la cola del renacuajo cuando se convierte en rana; ¿se les cae, se la comen, se les cae y se la comen? Cuando vuelvo a la cantarera sigo viendo a aquel niño con zapatillas de agua color carne que cogía canicabas para su tirachinas de globo y comía moras en agosto para parar un tren.
Luego construyeron el embalse y todo cambió, y desde entonces nada dejó de cambiar y nunca ya nada fue siempre lo mismo.

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