Las autoridades lo tenían muy claro: Pensar no es bueno para
la sociedad y gritar es una buena manera de no hacerlo. Se prohibió el
silencio, nadie podía callar, ni siquiera hablar en voz baja, sólo gritar. Las
calles se convirtieron en un murmullo desesperado, las plazas y los parques se
reconvirtieron en puntos de desunión donde la locura fluía hacia un descontrol “in
crescendo”; los animales huyeron. Por la
noche miles de vehículos automáticos y vacíos recorrían la ciudad provistos de
sirenas insaciables. Todo era ruido. En las viviendas se instalaron sensores de
silencio que se activaban a la mínima pausa emitiendo alaridos desgarradores.
Dormir ya era cosa del pasado.
El éxito fue rotundo, la gente dejó de pensar y la cosa
funcionaba pero no duró mucho: Un día se acabaron las palabras igual que se
acaba el aliento sin previo aviso. La gente no sabía qué decir, se olvidaron
los nombres de las cosas y la comunicación se redujo a los gestos: En las
tiendas se señalaban los productos deseados, los importes aparecían en
pantallas similares a los turnos de las oficinas de empleo, las reclamaciones,
como siempre, por escrito. Se arrancaron los sensores y se inutilizaron las sirenas. Los animales no volvieron y el silencio absoluto dio
paso a la reflexión.
Un día, en cualquier sitio, alguien no pudo soportarlo más y
lanzó un grito tan amargo como necesario. La policía no dudó en disparar.
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