jueves, 15 de enero de 2015

BREVE HISTORIA DE LA HISTERIA

Las autoridades lo tenían muy claro: Pensar no es bueno para la sociedad y gritar es una buena manera de no hacerlo. Se prohibió el silencio, nadie podía callar, ni siquiera hablar en voz baja, sólo gritar. Las calles se convirtieron en un murmullo desesperado, las plazas y los parques se reconvirtieron en puntos de desunión donde la locura fluía hacia un descontrol “in crescendo”;  los animales huyeron. Por la noche miles de vehículos automáticos y vacíos recorrían la ciudad provistos de sirenas insaciables. Todo era ruido. En las viviendas se instalaron sensores de silencio que se activaban a la mínima pausa emitiendo alaridos desgarradores. Dormir ya era cosa del pasado.

El éxito fue rotundo, la gente dejó de pensar y la cosa funcionaba pero no duró mucho: Un día se acabaron las palabras igual que se acaba el aliento sin previo aviso. La gente no sabía qué decir, se olvidaron los nombres de las cosas y la comunicación se redujo a los gestos: En las tiendas se señalaban los productos deseados, los importes aparecían en pantallas similares a los turnos de las oficinas de empleo, las reclamaciones, como siempre, por escrito. Se arrancaron los sensores y se inutilizaron las sirenas. Los animales no volvieron y el silencio absoluto dio paso a la reflexión.

Un día, en cualquier sitio, alguien no pudo soportarlo más y lanzó un grito tan amargo como necesario. La policía no dudó en disparar.

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