martes, 29 de marzo de 2011

PLATILLITO Y BOMBONET


Esta es la historia de Platillito y Bombonet, dos gatos, uno a rayas y otro a cuadros, que se dedicaban a dar conciertos de trompeta y violín por todos los callejones de la ciudad. Platillito, experto en instrumentos de viento, había llegado de una gira mundial con la filarmónica gatuna de cañas con agujeros y troncos huecos a tuti plen, con la que iba de solista de turuta, una especie de trompeta de una nota y si me apuras mucho de dos: Tu-rúuuuuu, tu-rúu, tu-rúuuuuuu. Había probado peces de todos los rincones del mundo, algunos los había pescado él mismo, como aquella vez que atrapó a un pez volador en vuelo rasante o aquel pez globo que previamente había pinchado de un zarpazo y que no paró de hacer burbujas hasta que se quedó literalmente planchado.
Estuvo afincado unos meses en Jartum, allí donde se une el Nilo Blanco con el Nilo Azul, ese lugar donde incluso los gatos, que tienen más vista que ningún animal en el mundo excepto el águila y otros muchos, no llegan a divisar la otra orilla, pero más de uno ha dicho que conoce a un amigo que tiene un abuelo que afirma que no la hay, que es un río con sólo una orilla, que al otro lado termina el mundo y empiezan los cuentos, y que todo es bastante diferente. Un buen día se encontró una trompeta que alguien se había olvidado en un ascensor que ni subía ni bajaba, más que nada porque estaba en medio de una selva que se convirtió en un desierto lleno de agua, y comenzó a tocarla a modo de turuta pero sin conseguir sonido alguno. Él sabía que no sabía tocarla, pero  lejos de desistir a las primeras de cambio se tiró soplando y soplando tres días seguidos únicamente parando para comer, para beber, para dormir y para afilarse las uñas. Sopló y sopló, y aún sopló más, hasta que otro buen día le arrancó una nota por fin, luego supo que era un “la”, y empezó a saltar y a dar volteretas de contento. Medio mareado ya decidió que iba a dedicar toda su vida a sacarle a ese instrumento las más gatunas melodías de todos los tiempos.


Y fue entonces cuando apareció otro buen día por Sudán la filarmónica gatuna de cañas con agujeros y troncos huecos a tuti plen, y se unió a ellos para aprender todo lo que hiciera falta para llegar a tocar la trompeta en las mejores condiciones. Tras el concierto en el mítico callejón de las raspas en Jazirat Tütti, a orillas del Nilo Azul, se embarcaron en un barco que les llevó directos a la India donde, después de mucho preguntar y casi nada de entender, llegaron a su nuevo destino, Shivaji Park, al oeste de Mumbai, cuatro días antes del que ya se conoce como el “Shivaji Park Cats Concert”, una maravilla del jaleo ante más de cien mil gatos extasiados a más no poder. El concierto duró dos días con sus noches y nadie se acordó de grabar ni un solo tema, ni de tomar ni una foto ni nada de nada; hay quien dice que tal concierto jamás se celebró pero Platillito asevera haber estado allí tocando y no hace mucho más de cuatro años, aunque no fija fecha concreta.
Los ecos del éxito llegaron hasta China donde realizaron una larga y agotadora gira en el país de las letras dibujadas: Kunming, Guiyang, Nanning, Guangzhou, Fuzhou y Hangzhou fueron algunas de las ciudades que se rindieron ante su música, y para cuando llegaron a Shanghai Platillito ya tocaba la trompeta como ningún otro gato la había tocado: al revés. Los conocimientos de la trompeta aplicados a la turuta le convirtieron en turuta solista, incluso se atrevió a interpretar composiciones suyas, de entre las que destacaba sobremanera la inmediatamente popular “Shanghai para qué”, con la que dejó dormidos más de una hora a un cuarto de millón de gatos. Aquel concierto pasó a la historia como “El tremendo de Shanghai”. Platillito fue nombrado gato predilecto de la ciudad y en su honor se levantaron estatuas de terrones de azúcar de cinco pisos sin ascensor y se acuñaron monedas conmemorativas.
Había tocado techo. La filarmónica tenía firmados conciertos para cuatro vidas consecutivas: Japón, Australia, Nueva Zelanda, las dos Antillas, todo Chile de arriba a bajo y media Argentina; mucho más de lo esperado y, la verdad, todos en general y Platillito en particular estaban cansados de tanto dar tumbos de aquí para allá. Era el momento de descansar y no hacer otra cosa. Les dieron 6 meses de vacaciones, Platillito eligió Nueva Orleans para sus vacaciones y jamás volvió a cruzarse con ningún otro miembro de la filarmónica gatuna de cañas con agujeros y troncos huecos a tuti plen; desapareció un referente pero nació un mito.
Nueva Orleans se convirtió en su nueva casa. Después del Katrina la ciudad aparecía como el nuevo paraíso de los gatos: miles y miles de casas derruidas, abandonadas y abiertas se iban convirtiendo en pequeños locales para músicos callejeros y gatos frioleros donde Platillito se dejaba caer día sí, día tampoco, para escuchar  jazz, la música que le cambió su segunda vida. Sin hombres la vida es mucho más sencilla: te levantas por la noche y te acuestas por la mañana, al solete del alto de una valla o en el tejado que más te guste. La comida resuelta y el baño difícil completaba el idílico mundo del que no quería escapar por nada del mundo, de hecho para Platillito Nueva Orleans fue la gran escapada, el período más feliz que recuerda, el lugar donde iba a conocer al amigo del que ya no se separaría nunca. Fue en una de esas casas que hacía pocos meses estaban a ambos lados de un callejón inmundo en los que da gusto tocar; de repente un sonido le hizo temblar hasta las uñas de emoción: ¿Qué estaba sonando tan dulcemente, qué era ese sonido que le invitaba a dormir diez horas del tirón, qué clase de trompeta suena así?
Ninguna trompeta puede sonar como un violín, supo más tarde, pero como aún no lo sabía cogió su trompeta y la hizo sonar como nunca antes ni después haya sonado. Poco a poco fue siguiendo la melodía del violín hasta encontrárselo de cara: ¡sonaba sin soplarlo!
Bombonet era el violinista más gordo y más viejo de toda Nueva Orleans, pesaría unos 40 kilos y aún así flotaba en el agua, ¡era bárbaro! No paraba de contar historias de antes del Katrina: “eran otros tiempos, ahora se vive mucho mejor”. Juraba que había nacido en el Bourbon Street Blues & Boogie Bar, en Nashville, Tennessee, y que había llegado hasta Nueva Orleans flotando por el río Mississipi: “No es fácil flotar en el Mississippi, amigo, de hecho no es fácil flotar, el único problema que le veo es que no se puede flotar río arriba. Nunca volveré a Tennessee, pero quién quiere irse de una ciudad en ruinas”.
Bombonet era un gato en blanco y negro, digamos que a manchas pero limpias… y arrugadas, tanto, que de lejos, incluso de bastante cerca, parecían cuadrados; disponía de un par de árboles en Jackson Square a los que nadie se atrevía a subir por miedo a encontrarse con él, y le cedió el que menos le gustaba a Platillito porque así decía que podían ponerse a tocar cuando quisieran sin ser molestados, pero no imaginaban siquiera lo mucho que les iban a molestar.
Por las mañanas se acercaban a Royal Street, paralela a la calle Bourbon y donde se encontraban los cubos de basura del Brennan´s, un lujoso restaurante donde va ese tipo de gente que siempre se deja algo en el plato por poco que pongan, el lugar perfecto para desayunar cena de ayer. Después de un buen desayuno no hay nada como una mejor siesta arriba del árbol, cada uno en el suyo, de unas tres o cuatro horas, no más, antes del ensayo diario. El primero que se despertaba, que solía ser siempre Platillito, empezaba a calentar instrumento y terminaba despertando a su amigo, refunfuñando como de costumbre antes de empezar con el ensayo, por llamarle de alguna manera, porque lo que allí se producía era una jam session en toda regla ya que los temas eran inventados y no siempre tocaban el mismo los dos, dependiendo de la inspiración y de la sordera matutina de ambos. Las voces las ponían unos vecinos jilgueros y bastante gamberretes que intentaban imitar sin mucho éxito a Louis Armstrong, claro, con esa voz de pito se parecían más a los Bee Gees que al maestro de la voz inigualable a la par que indispensable. El blues se reservaba para los cuervos y alguna que otra grulla con afonía.
Estaban bastantes horas componiendo de sopetón lo que les venía a la cabeza y sin censura alguna sobre el estilo musical: piezas como El vals del vencejo, Katrina blues o El pasodoble de la calle Bourbon así lo demuestran. Era un no parar, y eso para un gato es más que suficiente, puede que hasta demasiado. Eso sí, en el momento se cansaban dejaban los instrumentos y se iban de juerga tres o cuatro días y luego se tiraban durmiendo una semana del tirón, menos el rato del desayuno en Brennan´s, claro, al que no faltaban ni un solo día, llámales sibaritas si quieres, ellos lo llaman “la inspiración del artista”.
Y así pasaron los meses en Jackson Square, violín y trompeta, preparándose para una gira mundial, “sin pies ni cabeza world tour”, a la que pronto tendrían que hacer frente. En Nueva Orleans dieron un total de ciento treinta conciertos, todos ellos en la misma plaza, desde los dos mismos árboles y a la hora que les parecía. La falta de horarios favoreció la intimidad pero no el descanso; continuamente, a cualquier hora, había público expectante y preguntón: “¿Cuándo empezáis, ya habéis terminado, cómo es eso? ¡Levantaros ya, gandules!” ¡Lo que faltaba! Era hora de cambiar de aires.
Platillito y Bombonet abandonaron Nueva Orleans una fría mañana de enero para embarcarse en una nueva aventura rumbo a Dublín, Irlanda, una de las cunas de la música. La expectación en el puerto era total; miles de gatos, con sus violines, recibieron a nuestros músicos con viejas canciones celtas y la cerveza negra casi se agotó a las pocas horas. En Dublín tocaron con todos y cada uno de los grupos de la ciudad, cada día en un barrio, cada barrio en un callejón, cada callejón un éxito. Con “Los chulitos de Maryland” hicieron muy buenas migas y diez conciertos para el recuerdo, todos ellos numerados al azar. Con “The Cattains” grabaron el “Live at Prussian St.”, un histórico callejón por su acústica, dicen que la mejor de toda Irlanda, y tantos y tantos otros eventos en una ciudad que jamás les olvidaría.
En Dublín aprendieron, además de música, casi todo lo que un gato puede enseñar sobre la lluvia. Fue después del concierto número 15 con “los chulitos de Maryland”, que realmente era el tercero, pero como los numeraron al azar… Uno de los asistentes era nada más y nada menos que Declan McCourt, uno de esos gatos que llegan a cumplir los veinticinco sin saber muy bien cómo. Según Declan todo era cuestión de comer a gusto, de dormir más a gusto todavía, y de disfrutar de la lluvia fina. Era todo un compendio de sabiduría en cuanto a formas de llover; las clasificaba en cuatro grandes grupos: La lluvia despechada (esa que en vez de caer parece que la están tirando), la lluvia hinchada (de gotas muy gordas), la lluvia fina (típica de casi todos los días en Irlanda) y los chaparrones, más propios de finales de verano. Afirmaba  Declan que cuando llueve, sea como fuere, todas las gotas son iguales, pues cada momento requiere de un volumen de agua suficiente y necesario para caer al suelo y cuando lo alcanza se precipita sin remedio en forma de gota. Concretamente las gotas de lluvia fina van muy bien para los gatos, por lo menos los irlandeses, ya que dice que protege su pelo y favorece la desaparición de las “uñas de gallo” tan típicas en los gatos de avanzada edad.
Pasaron los meses y en Dublín no dejaba de llover. Platillito estaba más flaco cada día y Bombonet no paraba de engordar. Tenían pensado viajar a París a una jam sesión que se iba a celebrar en el cementerio de Montparnasse  a finales de julio pero antes tenían una actuación a la que ni querían ni podían faltar: El “Beatrixpark Spring Concerts”, en Amsterdam, un parque rodeado de calles con nombres de músicos (Wagner, Beethoven, Schubert…) y donde cada cinco años se celebraban conciertos de música clásica a lo largo de dos semanas enteras con invitados de todo el mundo. Allí que se fueron a mediados de junio y su concierto fue el primer martes después de no comer; los nervios, ya se sabe. Interpretaron seis piezas seis, tres para flauta y violín y otras tres para violín y flauta, entre las que destacó sobre manera “El letargo del cocodrilo del Nilo” compuesta por Platillito y en la que Bombonet se marcó un solo de violín de hora y cuarto, durante el cual se le fueron rompiendo cuerdas hasta quedarse con una sola los últimos 10 minutos. El público, engatusado, rompió a llorar de emoción al final de la pieza y Bombonet no salió a hombros del Beatrixpark porque nadie se atrevió a intentar levantarlo, pero por nada más, estuvo sencillamente genial: lloraron, durmieron incluso maullaron como locos los más de cuatrocientos asistentes. Al terminar el concierto se fueron a dar una vuelta por la ciudad mano a mano, bueno, garra a garra para ser más exactos, y de camino a Liedseplein se les apareció la más nostálgica de las sonrisas al pasar por  Leidsekruisstraat y leer: “Bourbon Street, Jazz-Blues Discotheek”. De repente les vino a ambos aquellos exquisitos sabores del Brenann’s que tantas y tantas veces paladearon a su primera hora de la mañana de cada día que pasaron en Nueva Orleans y algo, no mucho, llegaron a entristecerse. No duró mucho la morriña pues si algo tiene Amsterdam es que cuando estás allí no quieres estar en otro sitio. Y para colmo de los colmos uno de los bocados favoritos de los amsterdanianos son los arenques ahumados, el sum sum corda de cualquier gato que así se haga llamar. Conocido por su generosidad para con los pequeños felinos es el dueño de un puesto justo al lado del mercado de las flores, Hans, más conocido por Miau de tantas veces que le son agradecidos sus donativos en forma de raspa o cabeza, o ambas cosas.
Si eres un gato en Amsterdam, lo mismo da si sois dos, hay dos lugares en los que uno se siente como en el mismo paraíso: Vondelpark y Rembrandtpark, muy cercanos el uno del otro, siendo más tranquilo el último y más musical el primero, y donde cerca de uno de sus pequeños lagos hay un árbol caído con las ramas con forma de dedos largos y retorcidos en el que  de cuando en cuando Platillito y Bombonet tocaban a sus anchas… y a sus largas.

El único problema que le veían a la más sonriente de las ciudades que habían conocido era la cantidad de veces que podía llover en un día, cuatro o cinco veces, llegando incluso a perder la noción del tiempo: “¿Todavía es hoy?” Y se miraban desconcertados sin hallar respuesta el uno del otro, no cayendo en que siempre es hoy por muy largo que se haga.
Los meses pasaron, a París no llegaron a ir y salvo alguna que otra salida a Rotterdam se afincaron definitivamente en un pequeño parque al lado de Albert Cuyp Market, donde cada día menos los domingos, a las cinco de la tarde se ponían morados de las sobras de los puestos de comida del famoso mercado: “Aquí sobras no faltan” solía decir Bombonet tumbado a rebosar en cualquier banco del parque.
Actualmente siguen en Amsterdam. Si tienes suerte puedes verlos actuar en Vondelpark los viernes o los sábados por la noche no muy tarde. A veces tocan solos y otras con un coro de patos enloquecidos con el góspel. En cierta ocasión estuvieron ambos pensando en trasladarse a algún otro lugar más soleado del planeta, pero como bien dijo Platillito: “Toco cuando quiero, como cada día y es difícil que una bicicleta me quite las tres vidas que me quedan”.
Sale el sol en Amsterdam y una nueva mañana invita a seguir durmiendo. Quizás dentro de un rato les despierte la suave lluvia de una tarde de verano, o quizás sea Bombonet quien se arranque con las notas de “Sometimes I´m happy” que tanto y tanto le gusta a Platillito cantar y que le hace soñar con todas las aventuras que un día escribirá en un cuento parecido a éste.
Para Isa.

1 comentario:

  1. Gracias cosí, no hay nada mejor que despertarse una mañana de domingo con un cuento como este.

    Abrazos.

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