jueves, 15 de septiembre de 2011

- CUENTO PARA ÁNGELA -

En cierto lugar de no se sabe dónde, en un valle entre montañas de piedras blancas y árboles de hoja azul, viven los únicos Pegasos que quedan en la Tierra.

Un Pegaso es un caballo alado, sin duda alguna el animal más bello que se pudiera imaginar, toda una exaltación a la estética imaginativa de la madre naturaleza.

Los hay de dos colores: o son todo blancos o son todo negros, y del  cruce de uno blanco con uno negro sale indistintamente negro o blanco. Pero ellos se ven entre sí de color oro, se observan con esa luz que desprende el más humano de los minerales y acuden allí donde brilla esa luz para buscar a quien se pierde.

Los Pegasos, por si no lo sabías, son los corceles de las princesas y sólo ellas pueden montarlos. El tercer viernes de cada mes cientos de ellos salen volando al amanecer para recoger a sus princesas y llevarlas a la Isla de las Princesas, que así es como se le conoce, pues su nombre real sólo las princesas lo saben, porque nadie más ha estado allí.

Vista desde arriba tiene forma de cloerno, que es como un mistagio pero con mucha más envergadura. Y vista desde abajo es como un beso en la mirada.

Hay un lago entre dos montañas. La montaña de la derecha eleva un cortado vertical que se pierde entre las nubes. La pared es de color rodeno, una especie de rojo apagado, y presenta ciertas grietas transversales de las que mana sin cesar agua sobre el Lago de las Violetas, que debe su nombre precisamente al color de sus aguas, una maravillosa trampa de la luz y sus reflejos. Sin embargo el agua que cae dulcemente sobre el lago adquiere un tono plateado, ofreciendo a los ojos de las princesas lo que se conoce como “lluvia de plata sobre el lago de las violetas”.

La montaña de la izquierda es una ladera inmensa de tulipanes de todos los colores que te puedas imaginar y quizás de alguno más; digamos que esa ladera es la puerta de entrada porque cuando los Pegasos llegan a la isla todos se sitúan arriba de la ladera de los tulipanes de colores y la bajan al galope para que sus princesas disfruten del olor y de sus colores a la velocidad del viento. Abajo hay una pequeña playa donde las princesas se pueden bañar tranquilamente entre la lluvia de plata sobre el lago de las violetas y la ladera de tulipanes de colores. La vista es magnífica, dicen que sobre todo al atardecer porque es el momento del día que más brilla el agua y más huelen los tulipanes. Muchas de las princesas confiesan haber llorado de alegría.

En una ocasión, cuenta la leyenda, llegó a la isla un barco pirata que a causa del temporal había perdido el rumbo. Al bajar a tierra firme contemplaron estupefactos a dos Pegasos, uno blanco y otro negro, que estaban comiendo hojas frescas de un árbol; éstos, al ver a los piratas, huyeron hacia el lago a prevenir a los demás y a las princesas del peligro que les acechaba. Rápidamente cada princesa subió a su Pegaso y salieron volando sin ser vistos rumbo hacia sus castillos, todas menos una que acababa de descubrir lo divertido que era tirarse rodando por la ladera de tulipanes y no se había dado cuenta de lo que estaba pasando.

Ningún Pegaso, pase lo que pase, abandona a su princesa, es cuestión de amor. Y así sucedió que al no encontrar a su princesa un Pegaso negro quedó a la espera de ella con tanta preocupación que cuando se dio cuenta ya había caído en una trampa que le habían preparado los piratas y se encontraba atrapado dentro de una gran red en forma de saco que lo mantenía colgando de una rama de un gran árbol que daba sombra a un trocito de playa, junto al lago.

Como auténticos bucaneros sin piedad pretendían llevarse al Pegaso a las Islas del Caribe para venderlo al mejor postor, pero los piratas aún pensaban que había otro Pegaso, El blanco, y no podían dejar pasar la oportunidad de atraparlo también para así duplicar su botín, así que se pusieron a buscarlo durante largo rato, sin éxito alguno, pues el Pegaso blanco ya se había marchado con su princesa sin ser visto. Cuando por fin se dieron por vencidos regresaron a la orilla de lago de las violetas para transportar al Pegaso negro al barco y zarpar con él rumbo a las Islas del Caribe.

Pero justo en ese momento apareció la princesa que había descendido rodando por la ladera de los tulipanes de colores. Llevaba un vestido blanco salpicado con pétalos de colores. Su olor era el de la magia y su sonrisa reflejaba la felicidad más tierna. Llevaba en la mirada esa luz que desprende la inocencia maravillada, y sus pies, descalzos, parecían acariciar la Tierra a cada paso.

Los piratas, al verla, se quedaron mudos, con esa cara de tonto que te deja el encuentro con la belleza, e inmediatamente sintieron correr por sus venas y por primera vez su sangre enamorada, con esa velocidad inusitada que te pone a temblar y que no te permite articular ni una sola palabra, con esa inexplicable sensación que reduce el mundo únicamente a tu piel hasta ese punto en que una pequeña brizna de aire consigue estremecerte.

¿Qué hacer? De todos es sabido que cuando un pirata se enamora se olvida hasta de su condición de pirata y se convierte radicalmente en hombre enamorado. Sólo hay dos cosas en este mundo por las que se mueve un pirata: por riquezas y por amor; para la primera de ellas se someten a las leyes de la piratería, para la segunda terminan incumpliéndolas todas.

Se hallaban nuestros bucaneros, por tanto, en una situación crítica ya que todos y cada uno de ellos se había enamorado profundamente de la princesa y como bien es sabido los hombres no comparten sus amores sino más bien todo lo contrario, así que llegados a este punto no cabía esperar más que la lucha encarnizada para ser el único merecedor del amor de su princesa.

Fue entonces cuando la princesa, tranquila y sosegada, les habló:
“Estoy escuchando vuestros corazones, creedlo, y me conmueve todo ese amor sin límites que sentís hacia mí, pero también huelo vuestra ira y vuestro odio y eso me llena de dolor. ¿Cómo podría yo enamorarme de un hombre que en nombre de El Amor utiliza todo su odio para conseguirlo? ¿Creéis acaso que de este modo alcanzareis la paz necesaria para repartir vuestro amor? Mirad............”
Y así les estuvo hablando durante largo rato hasta que comprendió que ya tenían suficiente. Lo supo por sus miradas, por ese brillo interminable que desata el amor por sí mismo, desprendido de toda circunstancia, completamente libre.

Calló la princesa y sobrevino el silencio. Ahora todo era perfecto: la lluvia de plata con su musicalidad acariciada, la ladera de los tulipanes de colores despidiendo su olor más intenso, y el atardecer más bello del mundo sobre el lago de las violetas. ¡Ohhh, quién pudiera verlo!

Los piratas, en silencio y de uno en uno, se adentraron en el lago sumergiéndose bajo sus aguas violetas y desapareciendo. Cuando se sumergió el último de ellos quedó el lago en completa calma y cesó repentinamente la lluvia de plata dejando en silencio toda la isla; sólo la caída del sol y el suave viento dejaban constancia del movimiento de la Tierra.

La princesa se sentó delante del lago, con los pies entre la arena y con los brazos abrazando sus rodillas, y se impregnó de todas y cada una de las sensaciones que acompañan a la magia cuando calla. Fue en este maravilloso momento cuando surgieron del lago de las violetas decenas de Pegasos, blancos y negros, que comenzaron a volar por encima del lago. A su paso volvía a brotar la lluvia de plata por cada grieta y el batir de sus alas componía un hermoso cantar de viento enamorado.
Eran los piratas que se habían convertido en Pegasos, y lo habían hecho por amor, porque a través de las palabras de la princesa comprendieron que para alcanzar el verdadero amor, primero deberían compartir el suyo.

Y así, desde entonces y por riguroso turno, el tercer viernes de cada mes va uno de ellos a recoger a su princesa para galopar junto a ella por la ladera de los tulipanes de colores y observar a su lado el más bello de los atardeceres.

El Pegaso negro de la princesa fue liberado por sus nuevos hermanos y como muestra de agradecimiento se convirtió en su instructor de vuelo y cartografía. Hasta tal punto respetaban a su hermano y honraban su acto de lealtad para con la princesa en los momentos más difíciles, que fuera el Pegaso que fuera a por la princesa, siempre le concedieron el honor de ser él el que la devolviera al atardecer a su castillo.

Y colorín, colorado, este cuento se ha acabado.

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